LA PUERTA DEL ARMARIO

Papá soñaba con una casa en el campo junto a la cual pudiese tener cuatro metros
cuadrados de tierra para sembrar tomates, zanahorias y apio, y en la que hubiese una
pequeña terraza donde colocar el juego de la rana y el macetero hecho con cascos de
botellas y trozos de azulejos por su tío José, aquel viejo de “Alacant, la mellor terreta del
mon”, que nos enseñó con orgullo un caleidoscopio fabricado con objetos que no
hubieran servido para ninguna otra cosa.

Llegamos cierto día de verano, acabado el colegio y hecha ya la mudanza.

La casa estaba en lo alto de una colina empinada, rodeada por vecinos que se llevaban a
matar, pero que siempre llamaron señores a papá y mamá, a pesar de que alguno dijese
que papá se dedicaba a plantar apio, “una droga peligrosa, y más teniendo niños”. El
mismo que mamá atendió en una crisis de delirium tremens.

Nuestra vida me parecía tranquila y placentera, como suele serlo para un niño que vive
al aire libre, sin más preocupación que madrugar para ir a la escuela.

Nuestro hogar era diminuto, según pude comprobar más tarde, cuando ya no vivíamos
allí y fuimos de visita, pues las vecinas de enfrente habían ocupado la vivienda.
En la cocina apenas podían cruzarse dos personas. De la sala de estar recuerdo sobre
todo el papel de pared color verde agua con dibujos chinos trazados finamente en
blanco que se repetían hasta el infinito. El pasillo recto, por donde pusimos en marcha
nuestra primera bicicleta, daba a los dormitorios.

Mi hermana y yo compartíamos la habitación del fondo. Las camas se disponían en
forma de L por falta de espacio. En contrapartida, teníamos dos armarios: uno de
nuestra propiedad; el otro estaba ya en la casa.

¡Qué extraño nos pareció aquel mueble lleno de adornos en relieve la primera vez que
lo vimos, tan distante del gusto de nuestros padres! ¿Y para qué queríamos dos
armarios? Nadie nos había avisado de que ya había uno.

Incrustado en una esquina del cuarto, no servía para guardar ropa ni trastos. Ni tan
siquiera podía abrirse desde el frontal. Una puerta oculta, en uno de los lados,
descubría una escalera de mano inclinada. Al final de la escalera había un desván. Papá
solía subir cuando tenía que arreglar alguna cosa, ayudándose de la luz que entraba por
un agujero hecho de cualquier manera en una pared de ladrillo que dividía el espacio
en dos sin ninguna razón aparente, más que la incomodidad de la pequeñez. A esto se
sumaba la poca elevación del tejado. Por la noche, o los días de lluvia, utilizaba una
linterna, mientras cuatro niños revoloteábamos como insectos atraídos por la claridad.

Una tarde papá me riñó. Disgustada, pasé horas sentada en lo alto de la escalera con
cara de pocos amigos. Estaba oscuro pero no tuve miedo. Quizás la ira fue el
sentimiento que aplacó mi posible temor. No recuerdo cuándo bajé, pero en algún
momento tuve hambre y me dirigí a la cocina para buscar algo de cena. Me había
saltado la merienda por amor propio.

De la misma manera que llegamos, cierto día abandonamos la casa. La víspera de
nuestra partida bajé alguna cosa del desván después de que todos hubiesen salido, dejé
colgada en un gancho, junto a la puerta falsa, la bata azul de trabajo de papá y en el
suelo, a la izquierda, sus zapatillas viejas. Luego cerré la puerta.

Mamá esperaba con la llave en la mano a que saliese, pues nos marchábamos enseguida
y sólo faltaba yo. Quise mirar por última vez cada rincón de la casa, incluso volví a abrir
la puerta del armario. Vi la bata de trabajo colgada en un peldaño y las zapatillas justo
al otro lado.

Y creo que no fue un sueño, como tampoco lo fueron aquella casa, ni papá, ni mi
infancia.